Publicado el 20/07/2008 en el Blog «Degollando Cisnes» de Agustín Acevedo Kanopa.
Escribir sobre un disco en el que uno formó parte –por lo menos en su inicio, oficiando de pseudo productor y escribiendo algunos temas- es una labor harto complicada, más que por la obvia falta de objetividad, por el hecho de que sólo se puede registrar el movimiento desde un punto estático (y yo me mantuve envagonado en una parte del proceso).
La historia de este disco es un poco la historia de mi vida con la música, o al menos de mi condición de músico frustrado. No puedo dejar de pensar en el disco como una construcción que empezó nueve años atrás, cuando comencé a asistir a los ensayos de un trío que aún no llevaba nombre.
Los lugares en donde aquello acontecía eran variadísimos, y prácticamente llegué a conocer a todos, desde el estudio de Luis Restuccia cuando aún quedaba en el Cordón, hasta la austera y microscópica sala de ensayo de Antoine, un garage enrejado que daba a la calle, regenteado por un vintenero que en cualquier descuido te cobraba demás.
Epocas Nirvaneras (la línea de desarrollo standard de los quinceañeros de mi generación), con Pedro en la batería, Oliver cantando un inglés por fonética detrás del micrófono y Manteca recién aprendiendo a tocar el bajo. Luego fue el primer toque en una fiesta del London en Malvín, la sexta cuerda que siempre se le rompía al Oliver al tocar Rape Me, unos exagerados fuegos artificiales, una rubia que se había quedado mirando a un amigo, hamburguesas con queso, la vuelta triunfal en un auto lleno de instrumentos. Más tarde fueron otros toques, el nombre de la banda elegido espontáneamente en un recreo de quince minutos, una fiesta del Sagrada Familia pasada por agua por la que había faltado a una mega fiesta de quince, el fogón del San Juan como si de un Woodstock se tratase, un miércoles de noche en el boliche La comisaría con una banda difunta llamada Pol Pot, las entradas anticipadas vendidas con rigurosidad bizmarkiana, los primeros temas grabados en un casete que sigo teniendo, el inglés tan imperfecto como convencido del Oliver, la profesionalidad de Pedro, los miedos del Manteca, los eventuales toques en Plaza Mateo, y después el Living, Roxx, Apartado Bar, BJ, Pacha Mama, y yo siempre ahí, viendo aquello no tanto como un cuarto integrante, ni como un manager, sino como un documentalista que sentía que estaba formando parte de la historia.
Tiempo después, Crosstea se disolvió y luego Pedro emprendió otros proyectos a los que seguí con desigual entusiasmo.
Pero en sí, este disco corona la historia de mi envidia hacia el dominio de Pedro sobre aquel terreno donde siempre me vi como un extranjero, aquel terreno del que me he limitado a teorizar y cartografiar, pero nunca explorarlo por mí mismo.
A más de dos años de empezado el proyecto, aquel cd-r con temas registrados en una toma por la grabadora multimedia de windows fueron tomando un curso propio, puliéndose, adornándose, o simplemente cambiando. Hay algunos temas que yo hubiera mantenido la belleza low fi del primer espécimen, hay temas descartados que creo que deberían haber sido incluidos, y algunos que me parecen que están demás en el disco.
Capicúa no es un disco romántico, pero está completamente atravesado por el amor. Canciones como Mejor para mí, En el aire y Sinapsis, son de aquellas que a cualquiera le dan ganas de enamorarse, una belleza tan sincera como simple que derriban hasta el más sólido y neurótico muro.
Para un axolote que de tanta oscuridad se fue quedando medio ciego, por momentos la luminosidad de este disco puede ser demasiado enceguecedora, pero posiblemente en ello estriba la diferencia entre Pedro y yo, la diferencia entre una persona que se zambulle en el amor, y otro que sólo quiere hacerlo canción.